A propósito del 9 de abril, Día de la Memoria y la Solidaridad con las Víctimas del Conflicto Armado, la Secretaría de Educación del Distrito reconoce a los 67.353 estudiantes víctimas del conflicto armado de sus colegios oficiales.
Clemencia* es una de ellas. Es oriunda de Anaime, corregimiento de Cajamarca (Tolima). Vivió su niñez en los años 50, durante los primeros años de la violencia, cuando surgieron grupos armados como los ‘Pájaros y Chulavitas’. Recuerda que su familia debía cambiar constantemente de casa y, por lo tanto, estudiar nunca fue la primera opción.
“La violencia no es nueva para mí, puedo decir que solo cursé tres meses de primaria en Tolima, porque mi papá era carpintero y le tocaba cambiarse de pueblo cada vez que le salía un contrato o cada vez que los grupos armados nos sacaban corriendo de la casa”, expresa.
Clemencia tuvo cuatro hijos, dos de ellos ya no están. A uno tuvo la oportunidad de despedirlo, a otro no. Este último desapareció en 1998 y desde esa época no sabe con certeza si está vivo o muerto. Otra de sus hijas, quien ya es madre y vive en Villavicencio, fue víctima de violencia sexual. Nunca supo quién fue el responsable.
Recordar estos dolorosos episodios es como darle una punzada al corazón. Los ojos azules de esta mujer de 65 años se nublan, se apagan al narrar que su familia se dividió por el conflicto armado.
Sin embargo, el rostro de Clemencia cambia al hablar de lo feliz que se siente al volver al colegio, al cumplir, después de más de 40 años, el sueño de graduarse como bachiller.
“Ha sido una bendición, aquí puedo decir que quiero terminar el ciclo que tenía pendiente. Y hasta donde tenga vida, tendré esperanzas”, subraya.
Clemencia es una de las 300 estudiantes del programa ‘Días y noches de paz y de amor siempre’,una estrategia interinstitucional liderada por la Secretaría de Educación del Distrito en articulación con la Alta Consejería para los Derechos de las Víctimas, la Paz y la Reconciliación en la que mujeres jóvenes y adultas víctimas del conflicto armado inician o culminan sus estudios.
A esta tolimense no le interesa que las arrugas ya se marquen en su rostro. Fue elegida la personera del colegio, le encanta aprender y, si tiene la posibilidad, realizará estudios de educación superior o montará un negocio de costura. Estudiar, para ella, va más allá de asistir al aula de clases. Es un acto reparador.
“Llegué a Bogotá en 2015 y no hablaba con nadie. La gente creía que era muy tímida pero realmente tenía miedo. No preguntaba por mi hijo ni contaba el dolor que sentía. La educación ha sido una forma de reparar. Capacitarme es empoderarme para no cometer errores, para exigir mis derechos. Y aunque aquí venimos de lugares diferentes, todas las mujeres tenemos un solo sentir: salir adelante”, comenta Clemencia.
De acuerdo con el rector del Liceo Femenino Mercedes Nariño, Erick Ariza Roncancio, este el único colegio oficial que brinda este tipo de programa y que en 2018 graduó su primera cohorte de 17 mujeres.
“Este programa nació en 2018, luego de pensar que la educación debía dar su aporte a la paz de Colombia. Iniciamos con 30 personas y ya vamos alcanzando las 300 estudiantes. Nos unimos a la conmemoración del Día de la Memoria y la Solidaridad con las Víctimas porque definitivamente son motivos que nos inspiran. El gran objetivo de este espacio es la reparación”, sostiene el rector.
La identidad del Amazonas que persiste en Bogotá
Debido al desplazamiento forzado del que fue víctima, Blanca Suárez Hernández llegó a Bogotá en el 2004. Huyó de su querido municipio de Puerto Santander, en pleno Amazonas, con sus cuatro hijos y su esposo. “Durante cinco años estuvimos bajo las órdenes de las Farc. Pero llegó el momento en que no pudimos aguantar más”, revela.
Lo más difícil para esta indígena utitoto de 56 años fue precisamente eso, dejar el territorio donde está arraigada su cultura.
“A pesar de que llevamos casi 15 años viviendo en Bogotá, es muy doloroso. Para nosotros los indígenas territorio es identidad. Estamos huérfanos espiritualmente. Sí seguimos adelante, pero el dolor interno no se puede superar”, afirma.
Viajar del Amazonas al centro del país fue “brutal”, dice Blanca, especialmente para su hija, que en ese entonces no tenía más de tres años. “Aunque recuerda el territorio, no le gusta hablar de lo que pasó allá”, apunta.
No obstante, esta indígena reitera que los pueblos indígenas son paz. Y ahora, lejos de su tierra, con dolores y esperanzas, dice que quiere ser parte de la reconciliación del país. Blanca hace parte de la primera promoción de 17 mujeres víctimas que se graduaron como bachilleres en 2018 del Liceo Femenino Mercedes Nariño.
“Cuando nos hicieron la convocatoria para estudiar surgieron muchas expectativas en mi familia. Mis hijos fueron quienes más me impulsaron, me dijeron ‘ya es hora de que te preocupes por ti, porque siempre lo has dado todo por nosotros’. Ellos ya son profesionales y ahora soy yo quien puede lograrlo”, cuenta.
Blanca sueña con ser sicóloga para ayudar a suplir las necesidades que tiene el pueblo uitoto. Trabaja con el cabildo indígena que conformaron en Bogotá varias personas que, como ella, tuvieron que dejar su hogar para empezar desde cero.
“Nuestro compromiso como mujeres indígenas es que permanezca la lengua indígena en la ciudad, que no perdamos nuestra cultura y costumbres, porque quizás es lo único que nos queda”, relata.
Además de estar agradecida por haber cumplido el sueño de terminar el colegio, esta mujer víctima del conflicto armado valora la oportunidad de haber sido parte de una segunda familia.
“Estoy muy agradecida con la Secretaría de Educación, con el rector Erick y el cuerpo docente, que más allá de las clases, se preocupan por llegar a cada mujer, por hacerlas sentir como en familia. Aquí nos enseñan a valorarnos y reconocernos. Somos mujeres que valemos y podemos contribuir a hacer un tejido por el bien de Colombia”.
¿Volver a su tierra natal? Blanca no lo duda: “ese sería mi sueño, volver, pero con garantías para quedarme”.
La educación tiene un compromiso con las víctimas
“No podemos ser ajenos o indiferentes frente a lo que le pasa al otro. La educación es el motor que mueve al pueblo y por eso estamos trabajando para que estas mujeres olviden los grupos de los que hicieron parte o las realidades que tuvieron que enfrentar, para que aprendan a mirarse a los ojos y darse la mano en un mismo territorio”.
Son las palabras del rector Erick Ariza, quien explica que este programa está pensado en el tiempo y las necesidades las víctimas del conflicto. Las estudiantes toman clases los sábados y los 14 docentes que hasta el momento están vinculados se deben sensibilizar frente a las poblaciones que acuden a la escuela; se preparan para conocerlas e interactuar con ellas.
“Hay estudiantes desde los 13 hasta los 65 años de edad. Hay varias que son madres y para ellas la Secretaría de Educación nos brindó la posibilidad de que lleven a sus hijos para que otros docentes también estén pendientes de su cuidado y aprendizaje”. Así, evitan la deserción de estas mujeres.
Otra de las estudiantes indígenas del pueblo uitoto es Marisol Leyva, una madre de tres hijos, natal de La Chorrera, Amazonas. Tiene 47 años y está en 8º. A la capital de la República llegó en 2002, pensado que sus conocimientos propios y ancestrales debían estar, como popularmente dicen, “en el cuarto de san alejo”.
Tener la oportunidad de volver al colegio es “volver a nacer”, resalta con ilusión esta mujer indígena.
“Luego de los golpes, las tristezas y las pérdidas, teníamos muertas las esperanzas. Pero en el colegio todo cambió. Los profesores nos han tenido paciencia y amor. Aquí somos familia”, sostiene Marisol.
El próximo año, esta estudiante se imagina graduándose con su vestido típico: un traje artesanal blanco lleno de figuras representativas: la danta como presentación del clan de la familia materna, la canangucha, un fruto exótico del Amazonas, el loro como alimento para los indígenas y algunas semillas en forma de cinturón que suenan al danzar.
Reforestando el corazón en la escuela
En Bogotá, Natalia* se siente en la gloria. Dejar Tumaco, su ciudad natal, no fue nada fácil, pero aquí está más tranquila. Aquí tiene esperanza. Esta mujer tiene 40 años y está en 7º. Su hija Isabella, de 10 años, está en 5º. A veces se sientan juntas en la cama y leen. Isabella la corrige y juntas aprenden. Natalia le ha contado apartes de su historia, ese capítulo de su vida que quisiera terminar.
“Vengo de una familia demasiado pobre. Tengo siete hermanos y hasta donde recuerdo, cuando éramos niños todos estábamos con diferentes familias por esa misma razón”, relata. En medio de esa división familiar, a esta nariñense le ocurrieron varias tragedias. “A mí abuela y a tres de mis primos los asesinaron en Tumaco, y a mi papá, en Buenaventura. Mi hermana salió por desplazamiento forzado de Tumaco”, manifiesta.
Natalia vivió en Tumaco y Buenaventura. La violencia era cuestión del día a día. “Supe de muchas muertes violentas, después de las 6 de la tarde no podíamos salir de la casa y nadie podía hablar de lo que veía”, recuerda.
Debido a estos episodios, esta mujer afrodescendiente no culminó sus estudios. “Me di cuenta de la importancia de estudiar solo hasta que llegué a Bogotá, es el mejor ejemplo que le podemos dejar a nuestros hijos”, opina.
Fueron más de 30 años sin estudiar y a veces los malos recuerdos llegan acompañados de tristeza. Sin embargo, el calor humano del Liceo Mercedes Nariño y su hija son voces de aliento para continuar.
“Cuando llega la tristeza, me acuerdo que tengo una hija por la cual luchar. Estoy buscando trabajo y cuando me gradúe, quiero estudiar enfermería o derecho, siento que mi espíritu es ayudar a la gente. También tengo una amiga aquí que me cuenta su pasado, admiro su valentía y juntas nos desahogamos. Sé que con la ayuda de Dios voy a lograr lo que me proponga”, añade Natalia.
Sobre el perdón se limita a decir: “no soy nadie para juzgar, eso se lo dejo a Dios. Yo solo le deseo el bien a los que me hecho daño”.
El Liceo Femenino Mercedes Nariño sigue cultivando este sueño. En pocas semanas, abrirá sus puertas a los hombres víctimas del conflicto armado, para que inicien o culminen sus estudios. “La idea es brindar espacios, no rechazar ni segregar”, dice el rector Erick Ariza Roncancio.
La intención de este colegio del Distrito, finaliza, es “hacer un homenaje a las personas que, pese a las secuelas que les dejó la guerra, resisten y no renuncian a la felicidad de vivir. Es reforestar el corazón y sembrar vida, porque todos somos militantes de la especie humana”, puntualiza.
Cabe recordar que en los colegios oficiales de Bogotá hay 33.472 estudiantes víctimas de género femenino.
Desde 2011, fecha en la que se promulgó la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras 1448, se conmemora el 9 de abril como Día de la Memoria y la Solidaridad con las Víctimas del Conflicto Armado. El sector educativo, en el marco de la reparación simbólica y la no repetición está llamado a reconocer y dignificar a niños, jóvenes y adultos en esta fecha.
La Secretaría de Educación del Distrito desarrolla acciones en torno a la memoria histórica, la paz y la reconciliación para impulsar procesos de fortalecimiento y elaboración de propuestas con docentes y orientadores escolares de las 390 instituciones educativas del distrito.
*Los nombres de las estudiantes fueron cambiados por reserva de la identidad.
Porque una ciudad educadora es una Bogotá Mejor para Todos.